Salmo 118:25-26; Daniel 9:25; Zacarías 9:9-10; Mateo 21:1-9
Cada año de Su vida, Jesús viajaba a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cada vuelta en el camino era tan familiar para Él como el camino a Su casa.
Hasta ese año, Jesús había evitado ser el foco de atención y había rehusado hacerse notar como quien era en realidad. Nunca había llevado una pancarta o ensayado alguna coreografía de entrada. Pero este día todo era distinto.
Por primera y única vez, en este domingo, Jesús aceptó las alabanzas del público en general. Pidió un burrito para montarlo, cumpliendo así lo dicho por el profeta Zacarías quinientos años atrás, de que el Rey vendría, humilde y montado sobre un asno, un pollino, hijo de asna. Jesús sabía bien la declaración pública que estaba haciendo al hacer esto. Estaba revelándose así mismo como el Mesías, el largamente esperado Rey de Israel.
Así que dejó que la multitud ondeara ramas de palma y entonara alabanzas en Su honor. Les dejó anunciar: “¡Hosanna en las alturas!” en cumplimiento a lo escrito en el Salmo 118:26 que dice: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” Jesús dejó que la muchedumbre lo dijera… que lo gritara a los cuatro vientos.
Sin embargo, en algún punto en el camino, Jesús fue impactado por la realidad del inminente cambio de corazón de la gente. Él había venido para salvarlos, en respuesta a sus clamores de, “Hosanna: ¡Sálvanos ahora!” Pero sabía bien que en los próximos días terminarían rechazándolo como el Mesías. Y el viernes siguiente, ellos darían un fuerte portazo a Su oferta de salvación.
Sí, Jesús sabía exactamente qué día era este domingo.
El profeta Daniel había escrito una predicción meticulosa del día exacto cuando el Mesías aparecería en Jerusalén. Exactamente 483 años (según el calendario judío), después de la reconstrucción de Jerusalén el 5 de marzo del año 444 a. C., el “Mesías Príncipe” aparecería (Daniel 9:25). Si los líderes judíos hubieran tomado en serio el reto de Daniel de “saber y discernir” el tiempo, Jesús habría descendido por aquella colina del Monte de los Olivos ese día, y hubiese visto mantas cubriendo los muros de Jerusalén con las palabras: “¡Bienvenido, Mesías!”. En lugar de eso, los líderes religiosos reprendían las afirmaciones que el pueblo jubilosamente gritaba declarando a Jesús como el Rey Mesías.
No querían tener nada que ver con Jesús como el “Hijo de David”. Querían un rey como todas las otras naciones tenían.
Difícilmente parecía ser una “entrada triunfal” para Jesús, después de todo.
por C.R.S.
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